15 de febrero de 2015

Tierra.

Ya era hora de apagar las luces. Ya era hora dejarlo todo a oscuras. Ya era hora de dejar que las llamas comenzaran. Encendió un cigarrillo y dejo que las cenizas tiñeran de rojo y humo su entorno. La noche y su resplandor intentaban penetrar por la ventana, todo era medio gris, mientras las luces de las calles y uno que otro automóvil teñían de naranjo la escena del crimen. Victima y victimario. Culpable e inocente. Estaba exhausto. La premura de los días, los mismos lugares cada día, el mismo camino a casa, la visita constante de ella a su mente.
Aún estaba la mancha de café en la mesa, aún estaba su aro en el suelo, aún estaba la marca de su cuerpo en la alfombra, el aroma del desayuno en las mañanas, el pan tostado y los besos con sabor a mermelada y ganas de amarse una y otra vez. Su camisa blanca aún tenía la marca del labial rojo que él tanto odiaba y que tanto le provocaba devorarla cada vez que la veía. Las notas en el refrigerador, los libros en el suelo, la cama siempre desordenada, daño colateral de la guerra de sus cuerpos tibios y desenfreno y ternura y todo. 
La quería, maldita sea, la quería y estaba loco. La quería, y siempre lo haría. La quería y solo él podría hacerlo, solo él.
Ya era hora de ordenar un poco el desastre. Limpiar la sangre en la bañera. Quemar su vestido azul, deshacerse de su aroma. Tirar a la basura el arma asesina, ordenar un poco el patio, limpiar cualquier evidencia bajo tierra, donde estaba el cuerpo que tanto amó, deseó, hizo suyo y besó una y otra vez. 
Ya no quedaba evidencia, solo los gritos, las marcas de sus uñas en su espalda, y su mente, sus palabras, su esencia. Quedaría encerrada en su cerebro, así, como él quería. Porque estaba loco, joder, la quería, sin que nadie más pudiera hacerlo nunca.

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