Vuelvo a estornudar y a través de mi ventana pasa el vagabundo gato gris que mi perra tanto odia. Ella no ladra, hoy no tiene ganas. Yo tampoco. Vuelvo a mirar las yemas de mis dedos. Pienso en la impresión de aquellas huellas en mis huellas. Pienso en las espaldas que mis manos han recorrido.
El café está tibio, demasiado cargado y sin azúcar. Me duelen los músculos. Me duelen los sueños rotos. La vida es infinita cuando han pasado demasiados fracasos por tu cuerpo. Hace frío y no ha llovido en años. O meses, no lo sé, no me importa. Espero no estar aquí cuando el calentamiento global haya jodido a la tierra.
Vuelvo al libro sobre mi cama. Subrayo algunas líneas que pronto voy a olvidar. Tomo mis audífonos y salgo a caminar. Camino. Siento mis pies pesados, cansados. Es una metáfora. Pero es la realidad. Un tipo me grita en la calle, le levando el dedo medio y sigo mi camino. Hoy no me importa mucho el mundo.
Nunca me ha importado la vida, para ser sincera. Nunca me he importado a mi misma. No sé si algún día logre hacer las pases conmigo. No se si lo merezco.
Vuelvo al suelo. Ahora solo entre las sombras. Me pierdo en la música. Me pierdo. Me hundo en las sábanas. Espero no tener otra pesadilla. Mis dedos ya no sangran, pero ahora la sangre se volvió rabia, y palabras como disparos, y golpes en la mesa, en mis piernas, en mis brazos. Mis dedos ya no sangran. Pero ahora lloro y grito en silencio. Más que antes, como siempre.
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