Recuerdo los sábados a media tarde, siendo niños, revoloteando alrededor de la estufa.
Olor a pan caliente y a café de trigo. Recuerdo el calor de las brazas quemando nuestros calcetines de lana.
Recuerdo a los gatos durmiendo en las sombras. Recuerdo el olor a humedad y a goteras cayendo sobre las paredes.
El cielo siempre gris, la neblina siempre espesa, las montañas vestidas de blanco, árboles con sangre verde oscura y aves anunciando lluvia.
Recuerdo nuestras pieles pálidas, recuerdo mis mejillas rojas, tal vez por la rosácea o por tenerte cerca.
Recuerdo las despedidas, cuando partías por semanas a cuidar a las ovejas, perdiéndote entre los cerros, enterrado en la nieve, acurrucado entre las rocas.
Recuerdo los aullidos, recuerdo los disparos.
Recuerdo escuchar las sirenas del pueblo, tan lejanas tan potentes a media noche.
Media noche, siempre media noche. Tomar unos cuantos abrigos, los bolsos siempre listos, huir.
Las guerras y los soldados. La sangre y la bestialidad.
Nuestras casas eran humildes y aún así no se salvaban del huracán de los uniformes grises.
Después venia la calma. Calma maquillada, nunca capaz de esconder el miedo, entre el silencio y las caras tristes.
Después de los nueve meses debíamos cuidar a más almitas. Las muchachas más jóvenes se secaban. Sus siluetas tan infantiles aún, sus rostros tan vetustos. El ciclo siempre era el mismo.
Ya sabía que pronto yo también sería una de ellas.
Los uniformes siempre llegaban después de las sirenas.
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